14 may 2008

JUAN ANTONIO HERRERO BRASAS

Experimentación con animales: un falso dilema


LA legislación cada vez más estricta que regula la experimentación con animales (o vivisección) atestigua el avance del movimiento de liberación animal en las últimas décadas. Las denuncias y protestas de los activistas, y los sólidos argumentos de un creciente número de académicos han hecho que aquellos sectores del público y la clase política mejor informados se vayan sensibilizando poco a poco con esta importante cuestión.

Al lego generalmente se le plantea la cuestión de la experimentación con animales en forma de disyuntiva radical: ¿los animales o las personas?, ¿qué es más importante la salud humana o un puñado de ratones de laboratorio?, ¿salvar la vida de un niño o la de una rata?... Un buen ejemplo de este tipo de retórica lo encontramos en el artículo de la periodista inglesa Polly Toynbee en estas mismas páginas el pasado 12 de diciembre. El mismo título de su artículo (Hay que salvar a los hombres, no a los animales) ya predispone al lector al establecer esta falsa disyuntiva como premisa básica del debate.

La experimentación con animales no es ciencia propiamente dicha. Los organismos de cada especie animal presentan diferencias fundamentales con respecto a los de otras especies. Las reacciones de las diferentes especies animales a una determinada substancia difieren enormemente entre sí; lo que puede ser completamente inocuo para una especie es mortal de necesidad para otra. Incluso la estructura de la célula es diferente en unas especies y en otras. De la experimentación con animales sólo se derivan aproximaciones, nunca certidumbres ni exactitud. Sin embargo, la ciencia auténtica nunca se puede basar en similitudes, parecidos, o aproximaciones más o menos azarosas. A alguien en su sano juicio que padezca, por ejemplo, una enfermedad de estómago ¿se le ocurriría tomar una medicina para ratas? Pues bien, la experimentación animal produce medicinas para ratas que después se nos dan a los humanos, y en unos casos funcionan y en otros, no.

La ilustración más estremecedora de los riesgos que entraña la experimentación animal es, sin duda, el caso de la talidomida, un relajante muscular para embarazadas que en los animales de laboratorio en que se había puesto a prueba resultaba completamente inocuo. Al poco tiempo de su comercialización en 46 países, a finales de los años 50, el nombre de esta substancia se convertía en sinónimo de terror. Se calcula que hasta 20.000 niños nacieron con horribles deformaciones a causa de la talidomida, otros nacieron muertos. Tan sólo una tercera parte de aquellos niños permanecen hoy vivos, y muchos de ellos forman parte de las asociaciones de víctimas de la talidomida.

Además de las insalvables diferencias entre la fisiología de las diversas especies animales, es necesario mencionar otro grave obstáculo a la validez de la experimentación con animales, el que se deriva de la diferente génesis de las enfermedades. No es lo mismo una condición que desarrolla el organismo de modo espontáneo, ya sea una cardiopatía, un problema de tensión, o un tumor, que esas mismas patologías inducidas artificialmente en un organismo (y más aún en un organismo de otra especie). La reacción del organismo será siempre diferente en un caso y en otro. Y qué decir de los disparatados experimentos psicológicos con animales, en que, entre otras cosas, se somete a chimpancés a indescriptibles sufrimientos, separándoles de sus crías, etcétera, como si la reacción de un primate fuera aplicable en modo alguno a la constelación psíquica del ser humano.

El método científico, desarrollado por Claude Bernard en 1865, establece como uno de los criterios básicos para que un experimento pueda ser considerado auténticamente científico el control de todas las variables, de modo que tan sólo un factor o grupo de factores (los que se están sometiendo a experimentación) se cambien en cada momento dado. Esta norma fundamental del método científico también se aplica en las ciencias sociales. Imaginemos ahora a un investigador que estudia la posible relación entre música rock y violencia social. Este investigador diseña un experimento para el que necesita dos grupos: uno, al que someterá a sesiones intensas de dicho tipo de música durante varias semanas; y otro, que no tendrá ningún contacto con esa música durante el mismo periodo. De ese modo, nuestro investigador espera poder observar si hay alguna diferencia entre la conducta de los componentes de un grupo y la de los del otro. Imaginemos también que para llevar a cabo su experimento selecciona a un grupo de pandilleros de Los Angeles y... a un grupo de ancianas monjas de clausura de un monasterio rural de Valladolid.

Tal experimento sería inmediatamente rechazado por cualquier institución científica, pues en vez de buscar dos grupos homogéneos en los que modificar sólo la variable cuyo efecto se desea observar lo que ha hecho nuestro brillante investigador es buscar dos grupos extremadamente dispares (por su edad, sexo, medio social y cultural, etcétera). Pues bien, entiéndase que las diferencias que hay entre los pandilleros y las monjas de clausura de este disparatado experimento son insignificantes en comparación con las diferencias que hay entre el organismo de una rata de laboratorio y el de un ser humano. Intentar aplicar los resultados de un experimento con ratones a hombres es como decirnos que no hay diferencias relevantes entre los unos y los otros. Que cada cual saque sus conclusiones.

Es verdad que algunos avances importantes en la ciencia médica se han debido a la experimentación animal, pero hay que dejar claro que no se trata de resultados científicos, sino de juegos de azar que, como señalaba anteriormente, algunas veces nos dan los resultados esperados y otras veces producen tragedias masivas. En este momento existen alternativas de muy variado tipo a la vivisección, pero incluso si no existieran tales alternativas este tipo de experimentación seguiría sin ser propiamente científica. Las ciencias físicas o son exactas o no son ciencia. Las aproximaciones y los más o menos no valen. ¿Quién se prestaría al experimento de meterse en una cabina herméticamente cerrada en la que no hubiera oxígeno, nada de oxígeno, sino otro gas «muy parecido»?

La retórica emocional que nos plantea «los animales o los hombres» cuando se trata del uso de animales para experimentos médicos en realidad sirve para distraer nuestra atención de otro asunto mucho menos idealista: los enormes intereses económicos que se mueven en torno al tráfico de animales de laboratorio, y los intereses de los investigadores que dependen económica y profesionalmente de la financiación de diseños fáciles y repetitivos de experimentación animal.

No, la cuestión no es «los animales o los hombres», sino otra. Pensemos un poco. A lo mejor caemos en la cuenta.

Juan Antonio Herrero Brasas es profesor de Etica y Política Pública en la Universidad del estado de California.

Niños afectados por el uso de la Talidomida "probada" en animales y segun los resultados inofensiva para el uso Humano, sin duda, una prueba mas del fiasco y el crimen al aun utilizar tales metodos de "investigacion"
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Un revolucionario es, sobre todo, un humanista, alguien que apuesta al libre desarrollo de la personalidad, y que reconoce en la revolución el medio para construir las condiciones de la libertad.